miércoles, 7 de julio de 2010


Ayer fui a un concierto (bueno, eso no debería ser nada nuevo). Un concierto que podía (y muchos podrán pensar que debía) ser un concierto más. Pero no lo fue.
Fui a escuchar tocar a una persona a la que además de querer, admiro. Le admiro no sólo por su música sino por cómo es, por lo que transmite y expresa, por su forma de entender la música y por todo lo que me ha enseñado (tengo la inmensa suerte de conocerle desde hace años).
Le he escuchado tocar a menos de un metro de distancia en la intimidad de una pequeña habitación, pero también desde la distancia del último anfiteatro en grandes auditorios; le he visto tocar mi cello e incluso hemos tocado juntos. Le he escuchado tocar más de 100 veces y, sin embargo, ayer no fue una vez más. Supongo que con él nunca es una vez más.
Desde el centro de la décima fila de un discreto auditorio de un pueblo de Madrid disfruté de dos horas de la mejor música, sin capacidad para pestañear, ni tan siquiera para pensar, completamente hipnotizado por el sonido de ese cello que tantas veces he escuchado y que no deja de sorprenderme. Hasta mis oídos llegaban notas que un día escribieron Bach, Schumann y Shostakovich, pero yo sólo era capaz de escucharle a él. Emocionado como nunca (y como siempre) por su expresividad, su facilidad, su pasión, su diversión...
Uno creería que después de tanto tiempo ya sabe lo que va a pasar (lo que va sentir) cuando se dispone a escuchar un concierto suyo, pero nada más lejos de la realidad, siempre acaba sorprendiéndome, nunca sé cómo me va deleitar cada vez, lo único seguro es que lo va a hacer.
Recuerdo la primera vez que le escuché tocar...ayer le escuché como siempre: como si fuera la primera vez.

Muchas gracias Asier

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Hoy vuelvo a encontrarme con esas primeras veces de las que hablé hace poco tiempo, y descubro que esas primeras veces no han de ser necesariamente las primeras. Lo fantástico de las primeras veces es que tienen la inexplicable capacidad de repetirse. Tal vez tenga algo que ver con el río de Heráclito: uno puedo bañarse mil veces en el mismo río, pero el río nunca será el mismo; aunque quizá sea más importante que ni siquiera yo seré el mismo. Siempre nos bañaremos como si fuera la primera vez.
Puedo haber visto cientos de veces el mar (incluso haber vivido cuatro años a tan sólo unos metros de distancia); y sin embargo nunca ha perdido la capacidad de relajarme, de evadirme, de sorprenderme, de hacerme llegar a lugares inexistentes con el mero hecho de contemplarlo. Siempre lo observo como si fuera la primera vez.
Puedo haberme subido cientos de veces a un escenario (a tocar o a actuar); y sin embargo nunca ha perdido la capacidad de hacerme sentir, expresar, transmitir, vivir cosas distintas con el mero hecho de tenerlo bajo mis pies. Siempre lo disfruto como si fuera la primera vez.
Puedo haber escuchado tocar a mi profesor de cello cientos de veces; y sin embargo es capaz de hacerme sentir cada vez que le estoy escuchando como si fuera la primera vez.
No sé si esa repetición inexacta y única nace de un truco de magia o es un fallo en el transcurso del tiempo, pero lo que sé es que sin esas cosas que siempre se repiten (y nunca se repiten), sin esas primeras veces eternas, la vida sería menos vida (al menos la mía).

Porque aunque pueda parecer lo contrario: nadie besa dos veces a la misma mujer.




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